La sorpresa de Milei para su amigo veterano de Malvinas: el recuerdo del compañero caído y la increíble visita a Darwin
Alejandro Oscar Diego ignoraba por qué Javier Milei lo había citado a la Casa Rosada. Hace años que se conocen de la actividad privada y desde entonces congeniaron -”ambos somos locos”- y se hicieron amigos. Cuando el presidente lo recibió y lo llevó a otro despacho, el misterio se develó: toda su familia lo estaba esperando y el primer mandatario le dio la sorpresa de su vida: le entregó la medalla que en su momento dio el Congreso a los veteranos y que él había perdido en un secuestro virtual.
Cuando le tocó el servicio militar, a Alejandro lo ubicaron en el Servicio de Hidrografía Naval y un tiempo después pasó a la oficina de Meteorología en el Edificio Libertad. Al estallar la guerra Alejandro, junto a otros soldados que prestaban servicio allí, fue enviado al sur por disposición del almirante Jorge Isaac Anaya. En las islas, estuvo desarrollando tareas en el Apostadero Naval, en Puerto Argentino, y dormía en la bodega del Bahía Buen Suceso, un buque de transporte y abastecimiento.
Cierto día, alguien le consiguió un camarote para que pudiese descansar más cómodo. Una mañana lo sorprendió el movimiento del buque. Cuando lo vieron en cubierta, el capitán le preguntó qué hacía ahí. “No sé, nadie me avisó nada”. Habían zarpado.
“Tenemos un polizón”, anunció el capitán. De esta manera, se incorporó a la dotación del buque, donde todos eran personal de cuadro, menos dos soldados, que estaban como voluntarios. La misión que tenían por delante era por demás peligrosa: debían abastecer a las posiciones argentinas en Bahía Fox, Darwin y Puerto Yapeyú. Recordó que le pasaron provisiones al Isla de los Estados poco antes de que fuera hundido cuando navegaba para asistir al Regimiento de infantería 5, ubicado en Puerto Yapeyú, la unidad que había quedado más aislada.
El 16 de mayo el barco fue atacado por aviones Sea Harrier y debieron evacuarlo. Quedaron en Bahía Fox, sometidos a los bombardeos de la artillería inglesa. A las dos de la mañana del 26 de mayo, Alejandro sufrió un duro golpe: en un ataque murió su amigo Juan Ramón Turano, marinero de segunda. La relación había comenzado de la peor manera: se pelearon a los golpes y en el calabozo donde los encerraron para que se calmasen se habían hecho grandes amigos.
A Turano lo recuerda como una persona muy valiente, como cuando una noche salió a cubierta y provisto de una ametralladora, disparó a un helicóptero inglés, según refirió Alejandro Diego a Infobae.
Desde el momento en que murió su amigo, a Alejandro ya no le importó lo que podía pasarle. Solo lo alentaba la idea fija de vengarlo. Esperaba un desembarco británico solo para pelear, cosa que nunca ocurrió. Porque sobrevino el 14 de junio, estuvo prisionero una semana y cuando pisó nuevamente el continente, en Puerto Madryn, una nueva vida comenzó.
Cuando fue a la guerra, Alejandro cursaba segundo año de ingeniería industrial en la UBA. Estaba resentido no tanto con el gobierno militar sino con el pueblo que había llenado la Plaza de Mayo que, según él, es el que había alentado al general Galtieri. El reconoce que hasta sus propios padres estuvieron.
Lo que en el fondo le daba bronca es que no le agradecieran que haya ido a pelear a las islas. No quería hablar de la guerra y no le gustaba que su madre comentase a todo el mundo que había estado en Malvinas. Debía siempre responder las mismas preguntas del hambre, del frío y del enemigo.
Consideró que lo que había hecho, lo que había estudiado, era en gran parte inútil, y decidió irse del país para vivir una vida más intensamente, tal vez más bohemia. Sin embargo, una semana después, una amiga de su hermana fue quien le abrió los ojos. Le dijo que era una pena tirar todo por la borda, que si le gustaba tanto las matemáticas, eso también era vida, que acá tenía sus afectos que valoraban lo que había hecho.
Cierto día, un anciano, al que no conocía, pero que sabía que era veterano, le extendió la mano y le dijo “gracias”. Y él decidió que por ese hombre y por la chica amiga de su hermana, valía la pena quedarse.
Desde ese momento, valoró más la vida, y no pasa un día en que no agradezca a Dios la posibilidad de estar vivo.
Aún así, convivía con ese extraño sentimiento de no haber podido vengar a su amigo. Treinta años después de la guerra, viajó a las islas -lo haría en dos oportunidades- con un contingente de Rugby sin Fronteras. No practicaba ese deporte pero en realidad no quería viajar solo.
En el cementerio, tuvo el impulso de tirarse boca abajo, con los brazos en cruz. De pronto, sintió que muchos soldados lo tomaban de las manos. De la izquierda lo vio a su amigo Turano, “blanquito, rubio, tal como era cuando lo conocí”. Le preguntó qué hacía y Alejandro atinó a disculparse que no lo había podido vengar. “No seas pelotudo” -lo retó. “En la eternidad somos todos iguales, dejen ya de pelearse”.
Alejandro se dio vuelta y rezó un Padrenuestro, y sintió que todos lo tomaban de la mano. Para él eran rostros anónimos., pero para él son aquellos soldados a quienes repartía comida en sus posiciones. “El mensaje me pegó”, confesó.
La medalla
El Servicio de Hidrografía Naval le había dado una medalla y otra se la había entregado el presidente Carlos Menem. Junto a otras dos las guardaba en una caja fuerte en el doble fondo del placard de su casa. Cuando fue víctima de un secuestro virtual, su esposa, desesperada, entregó todo, incluso las medallas.
Un amigo, que vivía en México, consiguió una y la hizo grabar con su nombre. Habló con la esposa de Alejandro y decidieron darle una sorpresa. Ella le mandó un mensaje a Milei con una propuesta: que fuera él quien se la entregase, cosa que el presidente aceptó gustoso.
La reunión fue en Casa Rosada y Alejandro asistió intrigado. Siendo profesor de finanzas lo había invitado en muchas oportunidades a Milei y el aula desbordaba de alumnos.
Se emocionó cuando vio la pequeña caja que traía Milei. Siempre se quejaba que cuando asistía a los encuentros y desfiles de veteranos, no podía lucirla.
“Vuelve a vos”, le dijo el mandatario, y él mismo la prendió en la solapa del saco de aquel colimba que vivió y sufrió la más traumática de las experiencias, como es una guerra.