GESTA MELLIZOS PERO VA A SER PAPÁ

Ian Rubey tiene 31 años y está embarazado de 33 semanas lo que significa que, a lo sumo, sus hijos nacerán a comienzos de agosto. Es un varón trans, también es licenciado en Ciencias Biológicas, y así lo conocieron sus alumnas y alumnos del colegio secundario en el que trabaja.
Su deseo no era sólo gestar a sus hijos sino tenerlos por parto vaginal y amamantarlos y ahora, mientras acaricia a su gata Branca, cuenta a Infobae cómo llegó a comprender que nada de eso atentaba contra su masculinidad.
“Cuando vuelvo a las fotos de mi infancia me doy cuenta de que tuve la posibilidad de conectarme mucho con quien yo quería ser. Veo las fotos y digo ‘mirá, ahí estaba ese niño más allá de que lo llamaran con nombre de mujer”, cuenta él.
Eran los 90 y todavía nadie sabía lo que era ser un varón transgénero, por lo que Ian creció como una chica. Como siempre había tenido una expresión más bien masculina y le gustaban las mujeres asumió que no podía ser otra cosa que lesbiana y así se lo contó a su mamá, en plena adolescencia.
“Fue todo un drama”, recuerda él ahora. Tenía 15 años, era hija única, “y sentí que estaba lastimando a alguien muy importante para mí. Así que a partir de ese momento dejé de lado todo lo que me pasaba e intenté feminizarme lo más que pude”.
Aunque no estaba escrito en ningún lado, se suponía que era una chica y la llamada “heteronorma” (la que dice que lo normal es heterosexual) indicaba que a las chicas tenían que gustarles los chicos. “Así que pasé por varias relaciones con varones súper frustradas. Evidentemente no me fue muy bien, fue una época muy fea de mi vida, muy angustiante”.
Ian recuerda el malestar en el cuerpo pero también la sensación de no terminar de entender qué le pasaba. Arrancó la carrera universitaria todavía echando baldes de arena para ahogar todas aquellas dudas pero los cuestionamientos resurgieron, no casualmente, cuando empezó a participar de agrupaciones feministas.
“Empecé a preguntarme ‘¿y yo qué quiero hacer de mi vida?’”, sigue. La respuesta no llegó tras un pase de magia sino que se fue develando en etapas. “Primero volví a conectarme con esa expresión de género masculina que había tenido en la infancia. Me gustaban las chicas, siempre me habían gustado, y ahora sí volví a contárselo a mi madre pero ya desde otro lugar. Ya no era una adolescente sino una persona con autonomía que no estaba dependiendo de su madre para sobrevivir”.
Tenía 25 años, estaba en pareja con una joven y, abiertamente lesbiana, se suponía que ya había entendido quién era. “Sin embargo, muchas personas que no me conocían me leían como un varón. Lo loco era que a mí no me molestaba, lo mismo que me había pasado en la infancia”.
Fue una amiga de su círculo de confianza quien le hizo, amorosamente, las preguntas que necesitaba escuchar: “¿Seguro que te sentís mujer? ¿de verdad estás conforme con este género?”.
Ian tenía 27 años cuando entendió que el tema no era su orientación sexual (si le gustaban las mujeres o los hombres) sino su identidad de género (si se percibía mujer o se percibía hombre). Es decir, cuando entendió que no era una chica lesbiana sino una masculinidad trans.
La respuesta a todo aquello, sin embargo, llegó muy cerca de la edad que suele aparecer como un tope para la fertilidad. La edad en la que se supone que el “cuco” del reloj biológico empieza a correr cada vez más rápido. “¿Podía ser varón y gestar un bebé? ¿Cómo, si se supone que el tándem vagina -útero- tetas “es lo más maternal y femenino del mundo”?